sábado, 1 de noviembre de 2008

Lamento mi lamento


Lamento el breve momento
en que decidí ir a tu encuentro.

Lo lamento porque no existe desconsuelo
que me azote más como látigo viejo,
que tus atronadoras palabras
esculpidas con un fiero cincel en el ayer
y tatuadas en mi mísero espectro.
Un desalmado juego del alma,
desencadenante combustible,
de daños irreversibles
en tu carne instruida
por el dolor de mi huida,
dibujada en el lecho aquejante
que preparaste para acogerme
y no dejarme perder
en la simplicidad de mis vicios anhelantes.

Lamento el mismo momento
en que decidiste venir a mi encuentro.

Lo lamento por no ser la diosa imperfecta
postrada en tu tálamo incandescente
donde trenzaste sueños irreales de adolescente.
No supe, inútil de mi,
saltar las barreras no existentes,
que se plantaron delante de mi estúpido semblante.
Y convertí, sin más,
mis manos en indecentes jueces,
hábiles herejes,
que no supieron apreciar
lo que me ofrecían tus brazos dementes,
juzgando,
desde la ignorancia supina de mi inconsciencia
lo que no se juzga ni se estudia,
sino que solo se toma,
sin preguntar,
como agua limpia y fresca.

Lamento no haber sido tu agua en esta mañana.

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